miércoles, 13 de agosto de 2008

Mejillones Verdes

Cuando despertó e intentó levantarse, el dolor en la cabeza la obligó a volver a la postura inicial. Poco a poco, comenzó a percibir la dureza de la roca en la espalda, el calor que irradiaba la piedra la abrazó sin sofocarla y la ayudó a recordar.
Estaba en una de las playas más concurridas del verano. Todavía era temprano y la gente no invadía la arena. Algún solitario pescador esperaba paciente y en mientras los botes pesqueros retornaban a la orilla.
Los antiguos poblados de pescadores se transformaron en polos turísticos. Estos cambian su estructura en los meses estivales, pero conservan como bellos cofres de madera rústica, la riqueza de los cuentos y leyendas que se transmiten de generación en generación.
Lucila llegó a Punta del Diablo, el más pintoresco de esos pueblos, escapando. Huyendo de su realidad en Montevideo porque no era feliz. Nada en su día a día la alegraba. La fachada de indiferencia era sólo eso, una enorme pared que le permitía ocultar sus verdaderos sentimientos.
La olvidada cabaña que fue de su tío Juan y que hoy, no tiene un dueño definitivo Hasta terminada la sucesión, estaba destartalada. A pesar de ello pudo instalarse sin mayores problemas. El calentador de agua a querosene, todavía funcionaba. Unico lujo del rancho, además del paisaje, claro. Desde la enorme ventana, que la marea salpicaba con gotas de sal cuando estaba alta, podía apreciar la inmensidad del océano. En la cama desvensijada, era posible dormir la siesta. El rumor del mar le daba su mejor canción de cuna.
El primer día gris, en que el frío le impidió ir a la playa, exploró la casa a fondo. Descubrió recuerdos de veranos anteriores, que fueron quedando allí como testimonio de las pequeñas y grandes vivencias de su familia. Las amarillentas fotos, mostraban grupos sonrientes. Reconoció algunas caras, pero otras le resultaban totalmente extrañas. Descubrió cajas con caracoles de distintas formas y tamaños. En el altillo, el Tío Juan guardaba con celo todos sus tesoros. Seguro que la enfermedad le había impedido vaciarlo. Aunque nunca llegó a publicar nada, todos conocían la pasión de Juan por escribir. Cuando la inspiración lo golpeaba se recluía en Punta del Diablo describiéndose a sí mismo como el protagonista de El Viejo y el Mar. Le gustaba fumar su pipa y jugar a que, si Hemingway lo veía, seguro escribía una novela aún más exitosa.
Buscando entre sus cosas, lo sintió más cerca que nunca. A pesar de la muerte, estaba omnipresente en la casa. En el fondo de un cajón, le llamó la atención un sobre de manila totalmente blanco. Ahí estaba escondido el manuscrito. El tío nunca escribió con computadora. Intentó sentarse frente al teclado, como lo hizo años antes con la máquina de escribir, pero prefirió nada sustituía la intimidad de su lápiz. Cuando Lucila terminó la escuela, su primer trabajo de verano fue pasar a máquina algunos manuscritos de su tío. Y ahora, se encontraba con este misterioso sobre, y más de cincuenta páginas escritas con esa letra tan familiar. Para otra persona, sería indescifrable, pero ella conocía el significado de cada uno de los ganchos en la hoja.
No durmió la siesta. La lectura del manuscrito la dejó incómoda. El tío investigó durante años, los cuentos y leyendas de la zona. En Rocha, hay más historias de aparecidos y otros fenómenos que en cualquier lugar del interior de Uruguay. Escribía sobre la “Leyenda de los mejillones nocturnos”. Cuentan, que en las noches de luna llena, los mejillones verdes iluminados por su luz, si son arrancados de la roca, dejan abierta una veta en el tiempo. De esa manera, se abre una puerta a otra dimensión, en la que el tiempo no transcurre. Así, la vida de quien los descubre, cambia para siempre.
El sueño venció a Lucila sobre las 7 de la tarde, y cuando abrió los ojos, ya era de noche. Buscó a tientas el farol, y cuando la habitación se inundó con la luz amarillenta, se sintió más tranquila. Su formación le impedía dejarse llevar por aquellas creencias. Sería como temer a la luz mala. Pero mientras trataba de convencerse, se dio cuenta que el almanaque colgado en la pared le indicaba que para el día siguiente luna llena.
Tras la cena se acostó y pudo descansar. A media mañana vio que el día invitaba a la playa. Con el mate en un bolso y el manuscrito en una carpeta se tendió en la arena. Se sumergió por completo en la segunda lectura del manuscrito. “Para encontrar la puerta del tiempo, es necesario iluminarse con la luz de la luna llena, sumergir los pies en el agua del océano y visualizar el arrecife de mejillones. Es posible reconocerlos por el color verde que los diferencia del resto. Al retirarlos, se encuentra el espejo del tiempo y la vida de quien se refleja en él, cambia para siempre”.
Lucila llamó a Montevideo y no encontró a nadie. Ni a su ex novio ni a su familia. Odiaba hablar con los contestadores y no dejó mensaje. En ese momento tomó una decisión. No tenía nada para perder y esa noche buscaría el arrecife de mejillones.
El atardecer fue memorable. El cielo se tiñó con la mayor gama de colores que la naturaleza podía ofrecer. Sentada en las rocas que se internan en el mar, como tantas otras veces, Lucila pensó en la muerte. Estaba en un “mirador” natural envidiable, y no pudo disfrutarlo. Su cabeza estaba lejos de allí.
Esperó la medianoche mirando el reloj una y otra vez. –Estoy loca o simplemente deprimida?- se dijo en voz alta.
Se levantó del sillón y salió a la playa, sin cuestionarse de nuevo lo que estaba haciendo.
Ella, que miraba una y otra vez a un lado y otro de la calle antes de cruzar, se estaba internando en la húmeda arena oscura, tras una leyenda. En las primeras rocas no alcanzó a ver nada, el agua tapaba las grietas donde habitualmente estaban los mejillones. Empezó a ir hacia el este, rumbo a Santa Teresa. De camino, había varias rocas donde buscar. En las primeras tampoco vio más, pero la sorprendió que alguna especie de bichitos de luz, suspenddos en el aire, como pequeñas lámparas sobre el agua.
La luna brillaba en todo su esplendor. El reflejo plateado del agua invitaba a recorrerla con la mirada una y otra vez. Lucila se abrazó a si misma. Mientras caminaba hasta las siguientes rocas, pensó en su vida. No sabía hacia donde iba, que rumbo tomar. Se sentía angustiada y no podía hacer nada para escapar de su soledad.
Algo en su interior le dijo que esa, era la roca. Se subió sin dificultad y pudo ver las grietas. La espuma que dejaban las olas al retornar al mar, se convertía en un sendero de perlas. Segundos después, se veían los mejillones. Apretados contra la piedra, como racimos de misteriosas uvas que se negaban a abandonar su lugar natural. Lucila apoyó la rodilla en la roca, estiró el brazo y se quedó con el primero, de tamaño regular, lo elevó a la altura de los ojos, la luna iluminaba las vetas verdes. Lucila no recordaba un mejillón similar. Pese a sus reiteradas excursiones verano a verano, nunca había visto uno de ese color.
Todas las pistas cerraban a la perfección. No pudo dominar la emoción y enseguida se afanó en sacar los mejillones. Lamentó no haber traído ni siquiera un cuchillo de cocina para ayudarse. Sin que se diera cuenta, el mar se enfureció, quizás por la hora, quizás por el viento o porque la naturaleza se empeñaba en guardar un secreto. Las olas golpeaban las rocas con más intensidad. Lucila sin perturbarse siguió con su tarea. Estaba tan concentrada, que no vio la primera ola que le pegó de lleno en la espalda y la sacudió con fuerza contra la roca. Con dificultad, pudo mantener el equilibrio. Era el momento de irse. Pero prefirió intentarlo una vez más.
Esperó las olas y se aferraba a la roca ante cada empujón. Pero a medida que retiraba los mejillones, podía ver un reflejo similar al de un cristal, en medio de la piedra. Esa luz que partía de la roca la hizo olvidarse de las olas. Los mejillones del centro estaban sumamente aheridos, no podía sacarlos desde esa posición. Se agachó más y los tomó con las dos manos. Estaba totalmente desprotegida cuando la ola enorme la golpeó. Primero se cayó contra la roca. Después, el agua la arrastró hacia el mar. Lucila luchaba, pero no por llegar a la orilla, quería volver a la visión del espejo en el agua. Necesitaba saber que era eso. Con aquel descubrimiento, su vida volvió a tener sentido. Hizo un esfuerzo sobrehumano por salir del mar, ayudada por las propias olas, pero calculó mal el impulso. El golpe que sintió en la cabeza fue terrible. Perdió el sentido y cuando lo recuperó, ya era de día.
Estaba en la misma roca, pero el paisaje era había cambiado. El cielo azul se confundía con el mar, que ya se había calmado. Ella era otra persona. Ya no sentía la angustia que oprimía su corazón. Estuvo tan cerca de la muerte como del paraíso. Intentó buscar los mejillones verdes, pero la marea estaba más alta. Esperó a que bajara, porque necesitaba respuestas. No pudo encontrarlos. Allí se quedaron para siempre, con su antigua vida, pero le regalaron esta que empezaba, llena de optimismo y de ganas de seguir adelante.
Nunca supo si fue sugestión o si realmente existen los mejillones verdes con y poderes mágicos. Pero esa tarde, tendida en la arena, observó el tinte verde que tenían las hojas con los manuscritos en el extremo superior. Y sonrió, pues podría jurar que el día anterior no estaban allí.