A cualquiera le alcanzaba con mirar a su alrededor en el
minúsculo apartamento de Margarita para conocerla.
Orden, esa era la palabra que imperaba. En la cocina, latas
ordenadas de acuerdo a su fecha de vencimiento, los alimentos junto al resto de
su grupo alimentario: fideos y harinas por un lado, cereales por otro, verduras
todas juntas, lácteos en un estante particular.
En la heladera, todos los recipientes tenían su fecha de
vencimiento correctamente rotulado para ser consumidos rigurosamente antes de
ese fatídico día.
En la minúscula cava, los vinos estaban agrupados por cepa, y
clasificados por el año de cosecha. Pero esos eran detalles imperceptibles.
El dormitorio era si, un culto al orden enfermizo que esta
mujer fue acumulando en sus 37 años de vida.
En el placard, las prendas cuidadosamente dobladas estaban
ordenadas por color y hasta la ropa interior parecía salida de su envase.
Ninguna camisa iba a una percha antes de ser planchadas y
los zapatos estaban primorosamente guardados en cajas individuales.
En el rincón que del escritorio, los discos estaban
guardados en orden alfabético, los videos también, pero de acuerdo al apellido
del director; los libros de la biblioteca por género.
Marga se sentía dueña y señora de ese minúsculo imperio que
solo ella podía controlar a la perfección. Solo ella sabía cuál era el código
elegido para guardar sus pertenencias más queridas.
Sus ex parejas criticaban su rigidez y ella sonreía… era su
manera de construir un mundo perfecto, donde todo tenía su lugar, donde todo
encajaba a la perfección.
Todos los jueves, sin perderse uno solo, se sentaba en la mesa
del bar de siempre, con las mismas amigas y pedían el mismo trago.
Era el momento de distenderse, de reír de los buenos y malos
momentos, de los amores y desamores. Marga tenía siempre la voz cantante, con
sus respuestas rápidas y su ironía. Así pasaban hasta que llegaba la hora del
cierre del bar, y las persianas bajas daban por terminada la jornada.
Marga refugiada en su mundo perfecto y ordenado. Nadie
imaginaba que detrás de su alegría constante se escondían terribles momentos de
soledad. Contaba obsesivamente cuantos días pasaron desde la última vez que
alguien la acarició. Envidió a cada actriz que protagonizó escenas de amor en
las películas que devoraba sola, matando el tiempo. Y nadie, ni un compañero de
trabajo, ni sus hermanas, ni las amigas sospecharon de la existencia de ese fantasma,
la soledad. ¿Cómo podía sentirse sola la investigadora mejor reconocida del
país? ¿Ella? La que viaja a buscar premios a todos los rincones del mundo, la
que salía siempre sonriente y espléndida en las fotos de sociales, ella no
podía sentirse sola.
Ese jueves, Rosalía y Ana faltaron a la cita por una gripe
rebelde. Marga y Marina tuvieron una charla larga y divertida, más íntima y más
profunda.
Marga revisó los mensajes de su Blackberry y saltó cuando
una mano se posó en el hombro. Le costó reconocerlo, pero el hombre de barba
desprolija la saludo familiarmente. ¿Cuánto hacía que no se veían? Desde el
viaje a Tandil había pasado… ¿15 años?
Marina volvió y se dio cuenta que sobraba, cuando escuchó la
tercera anécdota que no la incluía. Se fue en silencio, pero sonriente.
Marga y Miguel, hablaron y hablaron, hasta una hora después
que las persianas bajaron.
Una cosa llevó a la otra y ella fue casi sin dormir al
trabajo.
No fue consciente de lo que había pasado, hasta que volvió a
su impecable apartamento y descubrió que, después de mucho tiempo, dejó la ropa
desordenada en el piso del dormitorio.
Ahora, su propio universo estaba ordenado.