lunes, 19 de noviembre de 2012

Viento, dile... a la vida

Desperté temprano… imposible dormir con un viento así de intenso sonando afuera. Primero di una vuelta por la casa desierta y comprobé que a la vista, el temporal no era tan grave como. Volví a la cama, dejé que me abrazara e intenté dormir. Me tapé los oídos y sin ese ruido permanente, cerré los ojos y me pareció que dormí una eternidad. Desperté de nuevo y el reloj implacable mostraba que solo habían pasado quince minutos. Me vestí y di más vueltas por la casa, que a esa altura ya conocía de memoria. Con ese viento, los viejos postigones de madera tenían que estar cerrados y se perdía la vista al mar que tan feliz me había hecho en los últimos cinco días. Limpié todo lo que habíamos dejado en la noche anterior. La cocina estaba impecable, el baño más lindo que nunca y supe que tenía que hacer algo. No pensaba en repetir la locura de los dos surfistas uruguayos que desafiaron al Huracán Sandy en la costa de Nueva York, simplemente no podía quedarme encerrada, yo también iba a desafiar la naturaleza, con más humildad, pero con la misma convicción. Tenía todo lo que necesitaba, la cámara nueva que me alegró el cumpleaños reciente, el ojo inquieto y la necesidad de hacer algo por mi misma, algo diferente, algo creativo. No tenía campera de lluvia, pero hacía rato que ya no llovía. Solo viento y más viento. Algunos rayos de sol tímidos se dejaban ver en el horizonte. Y el ruido permanente, el lamento incesante del viento que no se escucha de esa forma en la ciudad. Salí de la casa y la fría ráfaga en la cara fue una inyección de vida. Hacía años que no lo sentía así y sonreí sola. Tenía miedo, por qué no reconocerlo, de que algún cable me cayera encima y se terminara mi vida con una implacable descarga eléctrica, como en mis sueños más recurrentes. Las ráfagas eran cada vez más fuertes y avanzar era un sacrificio. Pero ya había salido y no iba a volver atrás. Los árboles se arqueaban, dejándose vencer por el viento, y yo entendí que era mejor dejarse llevar, hacer lo que nunca hago en mi vida cotidiana, dejarme llevar por una fuerza superior. Como pude, crucé la rambla sin mirar, obviamente no pasaba ningún auto por ese lugar y con ese clima. Con la cámara apretada en la mano, levanté la vista y el horizonte furioso me emocionó. El mar se me venía encima, bravo e implacable, las rocas de la playa habían desaparecido debajo de las olas furiosas y la vieja escalera de madera resistía como podía, sin arena. Un grano de arena se metió en mi ojo, y me obligó a bajar la vista por algunos segundos. Fue un acto reflejo, que duró poquísimo, pero que cambio mi perspectiva. En medio de un matorral que estaba vencido por el viento vi que algo se movía. Y ahí comenzó el milagro, una gaviota pequeña e indefensa, lejos de su bandada, luchaba por vivir. La llevé a la casa, tomó agua y comió unas miguitas de pan minúsuculas. Ahí, protegida por el hormigón de la casa, dejó de temblar. Le armamos un nidito precario para que pasara la noche, discutimos qué íbamos a hacer con ella cuando volviéramos a la ciudad. No nos pusimos de acuerdo. Volví a dormir intranquila y desperté temprano. Pero la naturaleza es sabia y mi gaviota sin nombre había volado. Esa tarde en la playa, cada vez que las bandadas pasaban por encima nuestro pensé en ella. Mi trabajo creativo quedó para otro momento, pero mínimamente entendí lo que sienten los que tienen el privilegio de dar vida y nuevas oportunidades.