miércoles, 8 de enero de 2014

El orden v 2.0


A cualquiera le alcanzaba con mirar a su alrededor en el minúsculo apartamento de Margarita para conocerla.
Orden, esa era la palabra que imperaba. En la cocina, latas ordenadas de acuerdo a su fecha de vencimiento, los alimentos junto al resto de su grupo alimentario: fideos y harinas por un lado, cereales por otro, verduras todas juntas, lácteos en un estante particular.
En la heladera, todos los recipientes tenían su fecha de vencimiento correctamente rotulado para ser consumidos rigurosamente antes de ese fatídico día.
En la minúscula cava, los vinos estaban agrupados por cepa, y clasificados por el año de cosecha. Pero esos eran detalles imperceptibles.
El dormitorio era si, un culto al orden enfermizo que esta mujer fue acumulando en sus 37 años de vida.
En el placard, las prendas cuidadosamente dobladas estaban ordenadas por color y hasta la ropa interior parecía salida de su envase.
Ninguna camisa iba a una percha antes de ser planchadas y los zapatos estaban primorosamente guardados en cajas individuales.
En el rincón que del escritorio, los discos estaban guardados en orden alfabético, los videos también, pero de acuerdo al apellido del director; los libros de la biblioteca por género.
Marga se sentía dueña y señora de ese minúsculo imperio que solo ella podía controlar a la perfección. Solo ella sabía cuál era el código elegido para guardar sus pertenencias más queridas.
Sus ex parejas criticaban su rigidez y ella sonreía… era su manera de construir un mundo perfecto, donde todo tenía su lugar, donde todo encajaba a la perfección.
Todos los jueves, sin perderse uno solo, se sentaba en la mesa del bar de siempre, con las mismas amigas y pedían el mismo trago.
Era el momento de distenderse, de reír de los buenos y malos momentos, de los amores y desamores. Marga tenía siempre la voz cantante, con sus respuestas rápidas y su ironía. Así pasaban hasta que llegaba la hora del cierre del bar, y las persianas bajas daban por terminada la jornada.
Marga refugiada en su mundo perfecto y ordenado. Nadie imaginaba que detrás de su alegría constante se escondían terribles momentos de soledad. Contaba obsesivamente cuantos días pasaron desde la última vez que alguien la acarició. Envidió a cada actriz que protagonizó escenas de amor en las películas que devoraba sola, matando el tiempo. Y nadie, ni un compañero de trabajo, ni sus hermanas, ni las amigas sospecharon de la existencia de ese fantasma, la soledad. ¿Cómo podía sentirse sola la investigadora mejor reconocida del país? ¿Ella? La que viaja a buscar premios a todos los rincones del mundo, la que salía siempre sonriente y espléndida en las fotos de sociales, ella no podía sentirse sola.
Ese jueves, Rosalía y Ana faltaron a la cita por una gripe rebelde. Marga y Marina tuvieron una charla larga y divertida, más íntima y más profunda.
Marga revisó los mensajes de su Blackberry y saltó cuando una mano se posó en el hombro. Le costó reconocerlo, pero el hombre de barba desprolija la saludo familiarmente. ¿Cuánto hacía que no se veían? Desde el viaje a Tandil había pasado… ¿15 años?
Marina volvió y se dio cuenta que sobraba, cuando escuchó la tercera anécdota que no la incluía. Se fue en silencio, pero sonriente.
Marga y Miguel, hablaron y hablaron, hasta una hora después que las persianas bajaron.
Una cosa llevó a la otra y ella fue casi sin dormir al trabajo.
No fue consciente de lo que había pasado, hasta que volvió a su impecable apartamento y descubrió que, después de mucho tiempo, dejó la ropa desordenada en el piso del dormitorio.

Ahora, su propio universo estaba ordenado.

martes, 7 de enero de 2014

¡Qué tiempos aquellos!

El agobiante calor del verano no me dejó pensar rápidamente, y no sabía que a partir de esa tarde ya no iba a ser la misma.
Nacho y yo íbamos a cambiar los regalos de navidad con pocas ganas, el termómetro marcaba 40 grados y lo mejor era quedarse en casa. Nacho miró por la ventana y la señaló disimulado. Ella estaba sentada en el muro cercano al Lago del Parque Rodó. Tenía facciones y maquillaje de otra época, muchas flores en su vestido e impecables medias blancas en los zapatos claros. No le di mucha importancia, pensando que seguramente era una de esas nuevas loquitas que busca llamar la atención siendo bien distinta.  Pero ahora en perspectiva pienso que la delicada sombrilla que estaba apoyada en el muro lo decía todo.
Pero en esos primeros días del año, como en tantos otros, la ciudad estaba vacía y los pocos que quedábamos podíamos prestarle atención a detalles que el resto del año no podíamos ver.
Una nochecita de tormenta, mientras los rayos surcaban el cielo prometiendo lluvia para mitigar el calor, levanté la mirada desde el bus y el reflejo de un televisor me llamó la atención. No era un reflejo colorido y no pude dejar de mirarlo. El bus se adelantó hasta el semáforo y ahí estaba el, con el chaleco desprendido, mirando un televisor gordo, en estos tiempos de televisores extra flacos, absorto en las imágenes blanco y negro.
Al día siguiente salimos a andar en bicicleta rumbo a la rambla, y cuando llegamos a la calle Isla de Flores, el grupo de niños pasó corriendo rápidamente rumbo a Minas. El más alto era el que dominaba el aro con una especie de batuta y los demás corrían todo lo rápido que la suela de sus mocasines se lo permitía. Quise comentarlo con Nacho, pero había tanto viento esa tarde que nos teníamos que concentrar en pedalear.
Pero las imágenes se sumaron en mi cabeza antes de dormir, y el domingo lo confirmé, cuando iba caminando para la feria de Tristán Narvaja y ella,  con su batón de flores y ruleros en la cabeza, me saludó desde el balcón del primer piso bordando en el enorme tambor, que casi le tapaba la cara por completo.
Seguí caminando, pero empecé a inquietarme más y más. Era evidente que estos viajeros del tiempo estaban viviendo con nosotros, tomando Montevideo en estos días desolados. Dejó de ser un presentimiento para ser una certeza de esas que se sienten en el pecho.
Seguimos con nuestra vida normal, pero nos cruzamos con otro saliendo del supermercado. Llevaba en la mano un casette y un celular de esos que parecen un ladrillo. Le conté a Nacho mi teoría y se rió… Que soñaba demasiado, que estaba paranoica y que eran casualidades, fueron algunos de sus argumentos. Yo no seguí la conversación porque no valía la pena. No quería asustarlo.

Estábamos cocinando juntos, como tantos otros días, el ring de un viejo teléfono era inconfundible. Pensé que sonaría una nueva aplicación en el Iphone de Nacho, un ring tone vintage… pero el sonido seguía y seguía. Empecé a correr por toda la casa, buscando su origen. Y lo encontré en el galpón. Ahí estaba, el teléfono rojo de disco, idéntico al  primero que tuvimos en casa, sonando fuerte aunque el cable estaba colgando. Atendí y lo supe… ahora era una de ellos.