martes, 7 de enero de 2014

¡Qué tiempos aquellos!

El agobiante calor del verano no me dejó pensar rápidamente, y no sabía que a partir de esa tarde ya no iba a ser la misma.
Nacho y yo íbamos a cambiar los regalos de navidad con pocas ganas, el termómetro marcaba 40 grados y lo mejor era quedarse en casa. Nacho miró por la ventana y la señaló disimulado. Ella estaba sentada en el muro cercano al Lago del Parque Rodó. Tenía facciones y maquillaje de otra época, muchas flores en su vestido e impecables medias blancas en los zapatos claros. No le di mucha importancia, pensando que seguramente era una de esas nuevas loquitas que busca llamar la atención siendo bien distinta.  Pero ahora en perspectiva pienso que la delicada sombrilla que estaba apoyada en el muro lo decía todo.
Pero en esos primeros días del año, como en tantos otros, la ciudad estaba vacía y los pocos que quedábamos podíamos prestarle atención a detalles que el resto del año no podíamos ver.
Una nochecita de tormenta, mientras los rayos surcaban el cielo prometiendo lluvia para mitigar el calor, levanté la mirada desde el bus y el reflejo de un televisor me llamó la atención. No era un reflejo colorido y no pude dejar de mirarlo. El bus se adelantó hasta el semáforo y ahí estaba el, con el chaleco desprendido, mirando un televisor gordo, en estos tiempos de televisores extra flacos, absorto en las imágenes blanco y negro.
Al día siguiente salimos a andar en bicicleta rumbo a la rambla, y cuando llegamos a la calle Isla de Flores, el grupo de niños pasó corriendo rápidamente rumbo a Minas. El más alto era el que dominaba el aro con una especie de batuta y los demás corrían todo lo rápido que la suela de sus mocasines se lo permitía. Quise comentarlo con Nacho, pero había tanto viento esa tarde que nos teníamos que concentrar en pedalear.
Pero las imágenes se sumaron en mi cabeza antes de dormir, y el domingo lo confirmé, cuando iba caminando para la feria de Tristán Narvaja y ella,  con su batón de flores y ruleros en la cabeza, me saludó desde el balcón del primer piso bordando en el enorme tambor, que casi le tapaba la cara por completo.
Seguí caminando, pero empecé a inquietarme más y más. Era evidente que estos viajeros del tiempo estaban viviendo con nosotros, tomando Montevideo en estos días desolados. Dejó de ser un presentimiento para ser una certeza de esas que se sienten en el pecho.
Seguimos con nuestra vida normal, pero nos cruzamos con otro saliendo del supermercado. Llevaba en la mano un casette y un celular de esos que parecen un ladrillo. Le conté a Nacho mi teoría y se rió… Que soñaba demasiado, que estaba paranoica y que eran casualidades, fueron algunos de sus argumentos. Yo no seguí la conversación porque no valía la pena. No quería asustarlo.

Estábamos cocinando juntos, como tantos otros días, el ring de un viejo teléfono era inconfundible. Pensé que sonaría una nueva aplicación en el Iphone de Nacho, un ring tone vintage… pero el sonido seguía y seguía. Empecé a correr por toda la casa, buscando su origen. Y lo encontré en el galpón. Ahí estaba, el teléfono rojo de disco, idéntico al  primero que tuvimos en casa, sonando fuerte aunque el cable estaba colgando. Atendí y lo supe… ahora era una de ellos.

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